sábado, 11 de noviembre de 2006

La santidad de los curas: las luchas del corazón y del apostolado

Respondiendo a la convocatoria de los Obispos argentinos estamos rezando en estos días por la santificación de los sacerdotes de nuestra patria y por las vocaciones sacerdotales.

Conversando al respecto con otro cura, coincidíamos que ambas intenciones están emparentadas. La segunda (las vocaciones) depende en gran medida de la primera (la santidad sacerdotal).
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¿Qué estamos pidiendo, pues, cuando rezamos por la santificación de los sacerdotes?
La santidad cristiana es una. Es la santidad de Dios, tres veces santo. Ha llegado a tener un bello rostro humano: Jesús el Cristo, concebido por María virgen del Espíritu Santo. “Porque solo Tú eres santo. Sólo Tú, Señor. Sólo Tú, Altísimo Jesucristo, con el Espíritu Santo, en la gloria de Dios Padre. Amén”.
En un libro sobre la oración ante los iconos, escribía el recordado P. Jesús Castellano Cervera: “Todos los misterios se resumen y se reflejan en el rostro de Cristo, belleza esplendorosa de Dios y belleza humana sin igual.” (Oración ante los iconos 171).
Nosotros nos permitimos añadir: esa belleza luminosa en la que se reflejan todos los misterios de nuestra salvación es la santidad de la humanidad de Cristo, llena de la gracia del Espíritu.
Por eso, como enseñó el Concilio Vaticano II, la santidad cristiana es unión con la santa humanidad de Cristo, por la fe y por la gracia de los sacramentos, en el seno de la Iglesia santa. La Esposa de Cristo es así: la comunión de los santos.

La santidad cristiana es una, pero también es católica. Es decir: despliega la vitalidad de su unidad en las diversas vocaciones, carismas y ministerios que enriquecen el rostro de la esposa de Cristo.
Porque la belleza del divino rostro de Cristo no puede ser reflejada por un solo espejo, sino por la superficie poliédrica de todas las vocaciones y carismas en la Iglesia.
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Una de esas formas concretas y específicas de la santidad una y católica es la santidad sacerdotal. ¿Cuáles son sus rasgos específicos?
Su raíz es el sacramento del orden, como acontecimiento del Espíritu. La santidad es siempre un don del Espíritu que consagra cuerpo y alma. Así también en el bautismo, la confirmación y el matrimonio.
La santidad sacerdotal es don y acontecimiento del Espíritu. Pero: ¿cuál es su figura concreta? Así lo enseña el Concilio Vaticano: “La forma propia como los presbíteros alcanzan la santidad es realizando sincera e incansablemente su ministerio en el Espíritu de Cristo.” (Presbyterorum ordinis 13).
Es la unión con Cristo que se alcanza al vivir el ministerio pastoral: predicar, celebrar, pastorear.
Es vivir y comunicar la caridad pastoral: el don de si, a imagen del Buen Pastor. Este don de si se expresa en todo el amplio campo de la vida y ministerio sacerdotal: la oración, la liturgia, la vida cotidiana, la atención de personas y grupos, la atención a la vida diocesana y la preocupación social “en el Espíritu de Cristo”.

Permítanme, en este punto, hacer una traducción del todo personal de lo que venimos diciendo.
¿Cómo imaginar la figura de la santidad sacerdotal? Respondo: como la santidad de un luchador. La mayor parte de los curas que conozco son eso: unos luchadores.

Sé bien que la imagen de la vida como una milicia -tan popular en otros tiempos- ha cedido su puesto a otras formas de representación.
Pero que la vida es un duro combate, apenas habrá quien lo cuestione. A menos que haya hecho la operación calculada de restringir cada vez más los espacios de riesgo en su vida. Un cura no se lo puede permitir.

El cura conoce dos formas fundamentales de lucha. Lucha en dos campos de batalla simultáneamente.

El cura es un luchador en el campo de la labor apostólica. No voy a detallar aquí demasiado.
Cualquier aspecto del ministerio del cura supone fortaleza, creatividad, instinto para abrirse camino en medio de dificultades variadas y sorpresivas. Supone predicar a tiempo y a destiempo; además de caridad y, sobre todo, una inmensa paciencia. Añadamos: perseverancia, fidelidad, volver a empezar, etc.

Las personas que llegan a conocer al cura en esta dimensión de su lucha no pueden dejar de apreciarlo. Vamos: de quererlo, de amarlo sinceramente.

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Pero hay otra lucha en la vida del cura. Aquélla la comparte con todos los apóstoles: laicos, monjas, catequistas, etc. Esta, sencillamente con todo ser humano. Es la lucha que tiene lugar en su corazón, en su alma. Muchas veces pasa a su cuerpo, sobre todo cuando empieza a sumar años o su psicología lo predispone a ello.
Porque un cura no deja de tener la misma madera extraída de aquel bosque del que todos los hombres y mujeres provenimos. Su corazón es humano. Por el sacerdocio (y el celibato) esta humanidad puede alcanzar un sentido realmente superlativo.
¿Qué luchas conoce el corazón humano?
No me atrevería aquí a explorar lo que pertenece al secreto de Dios. “Nada más tortuoso que el corazón humano: ¿quién lo entenderá? Yo, el Señor, penetro el corazón, sondeo las entrañas para pagar al hombre su conducta, lo que merecen sus obras.” (Jer 17,9-10).
Sólo Dios sondea los corazones.
Tal vez, todas nuestras luchas interiores sean como una variación de aquella misteriosa escena del Génesis en la que Jacob lucha por arrancarle el Nombre divino y santo al ángel de Dios (cf. Gn 32,26-31).
Porque nuestro corazón está diseñado -por decirlo de algún modo- para la desmesura, para la insatisfacción; en suma: para luchar, cara a cara, con Dios, y salir como un hombre vivo. Por eso el corazón humano será siempre un campo fragoroso de combate, aunque la crónica no pueda captar con exactitud, ni sospechar a menudo, cuántas batallas tienen lugar en él.
Es consolador, en este sentido, pensar que los Salmos de Israel en muchísimas ocasiones nos hablan del Dios guerrero intrépido y luchador apasionado. Su grito de batalla silencia a sus enemigos.
Su lucha final (escatológica) es aquella que ha librado en la cruz. Allí su humilde fuerza ha vencido; no a base de prepotencia, sino de despojo, de desasimiento, desarmado hasta el extremo.
Así, cantamos en Pascua: “La muerte y la vida se enfrentaron en un duelo admirable. ¡Tú, Rey victorioso, muerto, reinas ahora vivo!” (Secuencia de la Octava de Pascua).
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Esta reflexión ha querido motivar la plegaria de la Iglesia por los sacerdotes. Pero, lo reconozco ahora, al concluir, ha querido ser también un tributo de justicia y gratitud a quienes, olvidándose de si mismos, emprenden cada día las luchas de Cristo, Esposo y Pastor.
Ellos escucharán un día, como aquel fiel servidor de la parábola: “Servidor bueno y fiel, entra a gozar de la dicha de tu Señor.” (Mt 25,21).
A todos ellos: muchas gracias.
P. Sergio O. Buenanueva